En un lejano corral, vivía Guido, un cerdito muy machirulo y tradicional.
Cada domingo, sin falta, asistía a la misa dominical, pues creía firmemente en las costumbres y tradiciones de su comunidad.
Pero Guido tenía un gran defecto: era un cerdito dormilón.
Le encantaba dormir hasta tarde, acurrucado en su confortable pocilga.
Y ese domingo no fue diferente.
El sol ya había salido y los otros animales se preparaban para ir a misa, pero Guido seguía profundamente dormido.
Su madre, una cerdita diligente, lo llamó varias veces, pero sus ronquidos eran tan fuertes que no la escuchó.
Mientras tanto, en la iglesia, el padre cerdo esperaba pacientemente a sus feligreses.
El tiempo pasaba y Guido no llegaba.
El padre cerdo comenzó a preocuparse, pues Guido era un miembro muy importante de la comunidad.
De repente, la puerta de la iglesia se abrió de golpe y entró Guido, jadeando y sudoroso.
Había corrido todo el camino desde su pocilga y apenas había llegado a tiempo para la misa.
El padre cerdo lo recibió con una sonrisa comprensiva, pero no pudo evitar regañarlo un poco por su tardanza.
Guido se disculpó, prometiendo que nunca más se quedaría dormido para la misa dominical.
Y así, Guido, el cerdito dormilón, aprendió la importancia de la puntualidad y el respeto por las tradiciones de su comunidad.
Y aunque siguió siendo un cerdito dormilón, siempre se despertaba a tiempo para ir a la misa dominical.