En un barrio humilde, donde las calles estaban llenas de baches y las casas eran pequeñas y destartaladas, vivía un niño llamado Mateo.
A pesar de las dificultades que lo rodeaban, Mateo tenía un corazón lleno de sueños y aspiraciones.
Su familia, aunque pobre, era su mayor tesoro.
Su madre, una mujer trabajadora y cariñosa, siempre le decía: "Hijo mío, no importa dónde vivas, tu valor no se mide por tus posesiones, sino por la bondad de tu corazón".
Su padre, un hombre honesto y trabajador, le enseñó la importancia de la perseverancia y la determinación.
Mateo tenía un talento especial para el dibujo.
Le encantaba pasar horas dibujando escenas de su imaginación, llenas de colores brillantes y personajes alegres.
Sin embargo, en su escuela, sus dibujos eran a menudo ridiculizados por sus compañeros, quienes se burlaban de él por su pasión.
Pero Mateo no se dejó desanimar.
Recordó las palabras de su madre y siguió dibujando, encontrando consuelo y alegría en su arte.
Un día, su maestra, la señorita Lucía, notó el talento de Mateo y lo animó a compartir sus dibujos con la clase.
Al principio, Mateo dudó, temiendo las burlas de sus compañeros.
Pero con el apoyo de la señorita Lucía y su familia, reunió el valor para mostrar sus dibujos.
Para su sorpresa, sus compañeros quedaron asombrados por su talento y le pidieron que les enseñara a dibujar.
A partir de ese día, Mateo se convirtió en un héroe en su escuela.
Sus dibujos llenaron las paredes de los pasillos, inspirando a otros niños a perseguir sus sueños.
Y aunque su barrio seguía siendo humilde, Mateo había encontrado su luz, una luz que brillaba desde dentro y que nadie podía apagar.