El Payaso Siyamobedisa y la Niebla del Cementerio

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La noche era oscura. Una neblina espesa, como un algodón de azúcar gris, envolvía el antiguo cementerio. La luna, escondida tras las nubes, apenas ofrecía un débil resplandor. En medio de este panorama sombrío, se encontraba Siyamobedisa, un payaso muy especial. No era un payaso de circo, ni de fiestas infantiles. Siyamobedisa era el payaso cuidador del cementerio.

Su nombre, un trabalenguas divertido, se lo había puesto él mismo. Era un payaso alto y delgado, con un traje a cuadros de mil colores, zapatos enormes y una nariz roja que brillaba suavemente. En lugar de maquillaje, llevaba un antifaz de cuero que le cubría la mitad del rostro, dándole un aire misterioso y amigable a la vez.

Siyamobedisa amaba su trabajo. Creía que incluso los que ya no estaban necesitaban compañía, una sonrisa y un poco de alegría. Todas las noches, recorría los senderos del cementerio, silbando melodías alegres y contándoles chistes a las lápidas. A veces, incluso hacía malabares con flores silvestres que recogía del jardín.

Una noche, mientras la neblina se hacía más densa, Siyamobedisa notó algo extraño. Una lápida, la más antigua del cementerio, temblaba ligeramente. Se acercó con curiosidad, su nariz roja iluminando el epitafio grabado en la piedra: "Aquí yace Don Remigio, un hombre muy gruñón".

Siyamobedisa, que nunca se había asustado de nada, sintió un escalofrío. "¿Hola? ¿Don Remigio? ¿Está usted bien?", preguntó con su voz melodiosa. La lápida tembló con más fuerza.

De repente, un gemido suave emergió de la tierra. Siyamobedisa se agachó y pegó su oído a la lápida. "Tengo frío... Mucho frío...", escuchó decir a una voz débil y cascada.

El payaso, sin dudarlo, se quitó su chaleco de lana multicolor y lo colocó sobre la lápida. "Aquí tiene, Don Remigio. Esto le ayudará a entrar en calor".

El gemido cesó por un momento. Luego, la voz, un poco más fuerte, dijo: "Gracias... Pero... No es suficiente... Necesito... Algo más... Algo... Alegría...".

Siyamobedisa pensó rápidamente. Sabía que Don Remigio, en vida, había sido un hombre amargado y solitario. Quizás, en la muerte, seguía necesitando lo que nunca había tenido: felicidad.

El payaso respiró hondo y comenzó a contar chistes. Chistes sobre zanahorias que no querían crecer, sobre perros que hablaban idiomas raros, sobre sombreros que se escapaban volando. Al principio, la lápida permaneció inmóvil. Pero, poco a poco, comenzó a vibrar suavemente, no de miedo, sino de... ¿risa?

Siyamobedisa siguió contando chistes, cada vez más absurdos y divertidos. De repente, una risita suave, como el tintineo de una campanilla, emergió de la tierra. Luego, otra, y otra más, hasta convertirse en una carcajada contagiosa.

La neblina comenzó a disiparse ligeramente. La luna, curiosa, asomó su rostro entre las nubes. La lápida de Don Remigio ya no temblaba. Ahora, parecía sonreír.

Siyamobedisa, exhausto pero feliz, se sentó junto a la lápida. "¿Se siente mejor, Don Remigio?", preguntó.

"Mucho mejor, jovencito. Hacía siglos que no me reía así", respondió la voz de Don Remigio. "Gracias... Gracias por la alegría...".

El payaso sonrió. "De nada, Don Remigio. Esa es mi misión. Alegrar hasta a los que están bajo tierra".

Pasaron horas conversando. Siyamobedisa le contó historias sobre su vida, sobre el circo donde había aprendido a hacer malabares, sobre los niños a los que hacía reír. Don Remigio, a su vez, le contó historias sobre su vida, sobre sus errores, sobre sus arrepentimientos.

Cuando el sol comenzó a asomar por el horizonte, la neblina se había disipado por completo. El cementerio, antes sombrío y triste, ahora lucía radiante y lleno de vida.

Siyamobedisa se despidió de Don Remigio. "Volveré mañana, Don Remigio. Le traeré más chistes y flores silvestres".

"Lo estaré esperando, jovencito", respondió la voz de Don Remigio. "Y gracias, de nuevo, por la alegría".

Siyamobedisa, con una sonrisa en el rostro, se alejó silbando su melodía favorita. Sabía que había hecho algo bueno. Había llevado alegría a un alma solitaria, incluso después de la muerte. Y esa, pensó, era la mejor recompensa que un payaso podía recibir.

Desde esa noche, Siyamobedisa y Don Remigio se convirtieron en grandes amigos. El payaso visitaba la tumba cada noche, contándole historias y chistes. Y Don Remigio, desde su tumba, le daba consejos y compañía. El cementerio, antes un lugar de tristeza, se había convertido en un lugar de alegría y amistad, gracias a un payaso llamado Siyamobedisa y a un fantasma gruñón que aprendió a reír.

Y así, cada noche, Siyamobedisa, el payaso cuidador del cementerio, seguía cumpliendo su misión: llevar alegría a todos, vivos y muertos, sin importar la neblina ni la oscuridad.

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Publicado el 03/26/2025

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