Había una vez, en un lejano reino llamado Equilibria, el Rey Poderoso gobernaba con sabiduría. Le gustaban los desfiles, los pastelitos y las historias de caballeros valientes. Pero, a veces, a veces... se le subía el poder a la cabeza. Para evitar que se convirtiera en un rey malvado, tres guardianes protegían el balance del reino: el Sabio Legislador, la Justa Magistrada y el Vigilante Popular.
El Sabio Legislador, un anciano con barba blanca más larga que una bufanda, escribía las normas y establecía las reglas para que todos vivieran en armonía. Usaba una pluma mágica que solo escribía la verdad. Pero si el Rey intentaba imponer decretos injustos, la Justa Magistrada, una dama con ojos brillantes y una sonrisa amable, podía detenerlo con su balanza de la justicia. Esta balanza no pesaba oro ni joyas, ¡pesaba la felicidad y el bienestar del pueblo! Y si ambos, el Sabio y la Magistrada, se alejaban de los intereses del pueblo, el Vigilante Popular, un joven fuerte y valiente con una voz resonante, podía reclamar y hacer escuchar las necesidades de todos. Llevaba un tambor enorme y un megáfono hecho de una flor gigante.
Un día soleado, mientras comía su pastelito favorito, al Rey Poderoso se le ocurrió una idea… ¡una idea muy brillante, pensó él! Quiso dictar una ley que le daba todo el oro del pueblo. Imaginó construir una estatua gigante de sí mismo, ¡hecha completamente de oro! "¡Seré el rey más brillante del mundo!", exclamó.
Corrió a buscar al Sabio Legislador. "¡Escribe esta ley inmediatamente!", ordenó el Rey, con la boca llena de migas de pastelito. "Decreto que todo el oro del reino me pertenezca a mí."
El Sabio Legislador, después de limpiarse las gafas con un pañuelo, miró al Rey con tristeza. "Majestad, no puedo escribir esa ley. No es justa. El oro pertenece al pueblo; lo necesitan para comprar comida, ropa y juguetes para los niños."
Enojado, el Rey pataleó y gritó: "¡Soy el Rey! ¡Debes obedecerme! ¡Escríbela ahora mismo!". Pero el Sabio Legislador se mantuvo firme. Su pluma mágica se negó a escribir la injusticia. La punta se rompió y la tinta se secó.
El Rey, frustrado, intentó imponer la ley de todas formas. Mandó publicar carteles por todo el reino anunciando su decreto. Pero la Justa Magistrada, al ver los carteles, se preocupó muchísimo. Corrió a la plaza del pueblo con su balanza. "¡Esto no puede ser!", exclamó. "¡Esta ley es injusta!".
Colocó la ley del Rey en un platillo de la balanza. En el otro platillo, colocó una pluma, un trozo de pan y un juguete de madera, representando las necesidades del pueblo. ¡El platillo con las necesidades del pueblo se hundió hasta el suelo! La balanza de la justicia declaró la ley injusta y la anuló. Los carteles se desvanecieron como por arte de magia.
El Rey, rojo de rabia, intentó acallar las quejas. Prohibió a la gente hablar de la ley del oro y ordenó a sus guardias que arrestaran a cualquiera que se quejara. Pero el Vigilante Popular no se quedó callado. Tomó su tambor y su megáfono de flor gigante y recorrió el reino.
"¡Escuchen, ciudadanos de Equilibria!", gritó con su voz resonante. "El Rey quiere quitarles su oro. ¡No permitamos que lo haga! ¡Unámonos y hagamos oír nuestras voces!".
El pueblo, cansado de los caprichos del Rey, se unió al Vigilante Popular. Se reunieron en la plaza del pueblo, cantando canciones de libertad y tocando instrumentos musicales. La voz del pueblo, unida y fuerte, resonó por todo el reino.
El Rey, al escuchar el clamor del pueblo, se asustó. Vio a la gente unida, decidida a defender sus derechos. Se dio cuenta de que había cometido un error. Bajó de su castillo, con la cabeza gacha, y se acercó a la multitud.
"Ciudadanos de Equilibria, me he equivocado", dijo el Rey, con la voz temblorosa. "Quería el oro para construir una estatua para mí, pero ahora entiendo que el oro es más importante en sus manos. Retiro la ley. Prometo gobernar con justicia y escuchar sus necesidades."
El pueblo vitoreó y aplaudió. El Vigilante Popular sonrió y tocó una melodía alegre en su tambor. La Justa Magistrada asintió con aprobación. Y el Sabio Legislador sacó una nueva pluma mágica y comenzó a escribir una nueva ley: una ley que protegía los derechos del pueblo y aseguraba que el Rey gobernaría con sabiduría y justicia. El equilibrio se mantuvo en Equilibria, y el Rey Poderoso aprendió una valiosa lección: el poder reside en el pueblo, y la justicia es más valiosa que todo el oro del mundo. Y por supuesto, ¡siempre hay tiempo para un pastelito!