En un bosque frondoso, donde los árboles se elevaban como gigantes y el canto de los pájaros llenaba el aire, vivía un zorro astuto llamado Rufo.
Rufo era conocido por su ingenio y su hambre voraz, especialmente por su gusto por las gallinas.
Un día, mientras Rufo merodeaba por el bosque, su nariz captó un delicioso aroma a pollo asado.
Siguiendo el olor, llegó a una pequeña granja donde una gallina llamada Clarita cacareaba alegremente en el corral.
Rufo, con su astucia habitual, se acercó a Clarita con una sonrisa engañosa.
"Hola, mi querida Clarita", dijo con voz melosa.
"¿Qué estás haciendo aquí sola?
Parece que te estás aburriendo".
Clarita, que era una gallina lista, no se dejó engañar por las palabras dulces de Rufo.
"No me interesa tu ayuda, zorro astuto", respondió con firmeza.
"Sé que solo quieres comerte".
Rufo fingió estar herido.
"¿Cómo puedes decir eso, Clarita?", exclamó.
"Solo quiero ser tu amigo.
Mira, incluso te traje un regalo".
Sacó una cesta de bayas silvestres y se las ofreció a Clarita.
Clarita dudó por un momento, pero su hambre venció su cautela.
Se acercó a la cesta y picoteó una baya.
Al instante, sintió un dolor agudo en la garganta.
Rufo se había untado las bayas con una hierba venenosa.
Clarita cayó al suelo, luchando por respirar.
Rufo se abalanzó sobre ella, listo para darle el golpe final.
Pero justo cuando estaba a punto de atacar, un gallo valiente llamado Pepe saltó de la nada y atacó a Rufo con sus afiladas espuelas.
Rufo, sorprendido por el ataque, retrocedió y huyó al bosque.
Pepe se quedó con Clarita, protegiéndola de cualquier otro peligro.
A partir de ese día, Clarita aprendió a ser más cautelosa y nunca más confió en los zorros astutos.
Y Rufo, avergonzado y hambriento, aprendió que no siempre se puede engañar a las gallinas listas.