Cada noche, la Luna y la Tierra jugaban al escondite en el cielo.
—¡Te atraparé, Luna! —exclamaba la Tierra, girando lentamente.
Pero la Luna, ágil y risueña, se ocultaba en diferentes formas: a veces, solo mostraba una pequeña parte de sí misma, como un secreto a medias; otras, aparecía completa, brillando con orgullo. Con cada fase, cambiaba su disfraz: creciente, llena, menguante y nueva, siempre engañando a su amiga.
La Tierra reía y seguía el juego, pero nunca lograba encontrarla del todo. Una noche, la Luna suspiró.
—Siempre logro esconderme, pero nunca gano del todo —dijo—. Me gustaría desaparecer por completo, solo una vez.
El Sol, que escuchaba la conversación desde el horizonte, sonrió con su luz dorada.
—Tal vez yo pueda ayudarte —propuso.
La Luna se emocionó y aceptó la ayuda del Sol. Juntos idearon un plan. Cuando llegó el momento, la Luna se deslizó lentamente hasta quedar justo detrás de la Tierra, ocultándose en su sombra.
De repente, su luz desapareció del cielo. Todo se tiñó de un rojo misterioso mientras los animales y los humanos miraban asombrados.
—¡Un eclipse lunar! —exclamaron.
La Tierra se quedó perpleja.
—¡Luna! ¿Dónde estás? —preguntó, girando de un lado a otro.
—¡Te gané! —respondió la Luna con una risa traviesa, cubierta por la sombra de su amiga.
El Sol brilló aún más, feliz de haber sido parte del juego. Poco a poco, la Luna salió de su escondite y su luz volvió a iluminar la noche.
—Fue el mejor escondite de todos —dijo la Luna, todavía riendo.
La Tierra sonrió con ternura.
—Lo fue. Pero lo mejor de nuestro juego es que nunca termina.
La Luna asintió, y con un último destello plateado, siguió su danza en el cielo, esperando la próxima vez en que pudiera volver a desaparecer y sorprender al mundo una vez más.