En un lugar lejano y mágico, vivía una niña llamada Lucía.
Lucía tenía un secreto muy especial: podía hablar con las flores.
Un día, mientras jugaba en el jardín, conoció a una rosa roja llamada Rosalía.
Rosalía le contó a Lucía que existían dos tipos de secretos: los buenos y los malos.
Los secretos buenos eran como las abejas, que ayudan a las flores a crecer y a dar frutos.
Eran secretos que hacían sentir bien a Lucía, como cuando compartía sus juguetes con sus amigos o cuando ayudaba a su mamá a poner la mesa.
Por otro lado, los secretos malos eran como las orugas, que dañan las plantas y las hacen enfermar.
Eran secretos que hacían sentir mal a Lucía, como cuando alguien le decía algo cruel o cuando no se sentía segura.
Rosalía le explicó a Lucía que era importante saber la diferencia entre los secretos buenos y los malos, y que debía compartir los secretos malos con alguien de confianza, como sus padres o su maestra.
También le dijo que había un lugar especial en el jardín llamado el Jardín Sagrado, donde los secretos malos perdían su poder.
Lucía llevó a Rosalía al Jardín Sagrado, que estaba lleno de flores coloridas y un arroyo cristalino.
Juntas, enterraron los secretos malos en la tierra y los regaron con agua del arroyo.
Mientras lo hacían, Lucía sintió que una sensación de paz y seguridad la envolvía.
Sabía que sus secretos malos estaban a salvo y que ya no tenían poder sobre ella.
A partir de ese día, Lucía siempre supo que podía contar con Rosalía y el Jardín Sagrado para protegerla de los secretos malos.
Y cada vez que alguien intentaba compartir un secreto malo con ella, Lucía recordaba las palabras de Rosalía y sabía qué hacer.