Unión con Pachamama



En lo alto de las imponentes montañas de los Andes vivía Pachamama, la madre tierra. Ella cuidaba con amor y dedicación a todas las criaturas que habitaban en su regazo, desde los cóndores hasta las llamas.

Un día, mientras caminaba por los valles verdes, Pachamama escuchó un llanto proveniente de una cueva escondida entre las rocas. Con curiosidad se acercó y descubrió a un niño pequeño, perdido y asustado.

Era el Niño de los Andes, quien había extraviado su camino mientras jugaba. "¿Qué te sucede, pequeño?", preguntó Pachamama con ternura.

El Niño de los Andes levantó la mirada y entre sollozos le contó a Pachamama cómo se había separado de su familia y ahora no sabía cómo volver a casa. "No te preocupes, querido niño. Estarás a salvo aquí conmigo", dijo Pachamama con calma. La madre tierra cuidó al Niño de los Andes como si fuera uno más de sus hijos.

Le enseñó a respetar la naturaleza, a escuchar el canto del viento y a sentir el latir del corazón de la tierra bajo sus pies.

Los días pasaron y el Niño de los Andes creció fuerte y valiente gracias a las enseñanzas de Pachamama. Juntos exploraban los bosques frondosos, escalaban las altas cumbres nevadas y compartían risas al calor de una fogata en las noches estrelladas. Sin embargo, un invierno especialmente crudo azotó la región andina.

Una tormenta feroz se desató sobre las montañas, cubriendo todo a su paso con un manto blanco e implacable. El Niño de los Andes temblaba de frío mientras intentaba protegerse del viento helado. "Tranquilo, hijo mío.

La fuerza está en tu interior", dijo Pachamama con voz serena.

Entonces el Niño recordó todas las lecciones que había aprendido junto a ella: el valor de la paciencia como el río que fluye sin prisa pero sin pausa; la importancia del respeto hacia todos los seres vivos como lo hacían los animales en armonía; y sobre todo, la conexión profunda que existe entre él y la madre tierra. Con determinación en su corazón, el Niño tomó aliento y extendió sus brazos hacia el cielo gris.

Cerrando los ojos concentró toda su energía en un pedido silencioso: detener la tormenta para proteger a todos aquellos que habitaban en esas tierras sagradas.

Y entonces ocurrió algo maravilloso: poco a poco la ventisca amainó hasta convertirse en una brisa apacible; los copos dejaron caer lentamente desde el cielo como plumas danzantes; y finalmente apareció tímidamente entre nubes dispersas un rayo dorado del sol que iluminaba todo con su luz cálida.

Pachamama abrazó al Niño con orgullo y gratitud por haber demostrado tanto coraje ante la adversidad. Desde ese día, juntos continuaron protegiendo aquellas tierras mágicas donde florecía el amor inquebrantable entre ellos dos: la madre tierra y su amado hijo andino.

FIN.

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