El regalo del amor eterno


Había una vez en un lugar muy lejano, Dios decidió recorrer la tierra en busca de compañía y diversión. Al principio, creó a un león, pero resultó ser demasiado feroz y asustaba a todos los demás animales.

Luego intentó con una jirafa, pero era tan alta que no podía jugar con los demás seres que había creado. Después probó con un mono, pero este era tan rápido que siempre se escapaba antes de poder disfrutar juntos.

Un día, después de mucho pensar y observar a sus creaciones, decidió crear al hombre y a la mujer. Les dio inteligencia, amor y la capacidad de cuidar y apreciar todo lo que los rodeaba.

Cuando el hombre y la mujer aparecieron en la tierra, Dios sintió una gran alegría en su corazón. Los nuevos seres humanos exploraron el mundo maravilloso que Dios les había dado. Descubrieron ríos cristalinos, montañas majestuosas y bosques llenos de vida.

Se maravillaron con la belleza de las estrellas en el cielo nocturno y aprendieron a cultivar la tierra para obtener alimentos deliciosos. Un día, mientras paseaban por el jardín que Dios les había regalado, se encontraron con un pequeño conejo asustado.

El hombre se acercó lentamente al animalito y pudo acariciarlo suavemente hasta calmarlo. La mujer le ofreció algo de comida para reconfortarlo. "¡Mira qué lindo conejito hemos encontrado! Es tan tierno y suave", dijo la mujer emocionada.

"Sí, es adorable. Me encanta cómo confió en nosotros para ayudarlo", respondió el hombre sonriente. Desde ese día, el conejito se convirtió en su amigo inseparable. Juntos vivieron muchas aventuras explorando nuevos lugares y compartiendo momentos felices.

Aprendieron a respetar a todas las criaturas del mundo e hicieron todo lo posible por protegerlas y cuidarlas. Con el paso del tiempo, el hombre y la mujer formaron una familia llena de amor y enseñanzas valiosas para las generaciones futuras.

Dios observaba orgulloso desde lo alto cómo sus creaciones vivían en armonía con la naturaleza y entre ellos mismos.

Y así fue como Dios descubrió que la verdadera compañía no estaba en seres feroces o veloces, sino en aquellos capaces de amar incondicionalmente y compartir cada instante con gratitud y alegría.

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